J'attendrai dans le silence de la nuit que tu t'approches de mon côté et tu me chuchotes ton amour, parce que je t'aime.

Mara y Ciria



Otoño 2007
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Mara y Ciria se conocieron una fría tarde de Junio, de esas tardes que uno odia para andar en la calle pero que se aman para guardarse en casa.
Mara jugaba con los charcos, pisoteaba cada uno de ellos sin el menor recaudo salpicándose los jeans hasta quedar empapada y luciendo un azul índigo más fuerte por debajo de la rodilla.
Ciria estaba sentada en la orilla de una fuente, aletargada, seria y sin prestar atención a la suave brisa que la mojaba y que se confundía con los remolinos de la fuente.
Mara caminaba con la mirada baja, sólo prestaba atención a los charcos y los embestía con toda su fuerza porque en cada uno de ellos se reflejaba su tristeza, sus lágrimas se confundían con las gotas de brizna que se condensaban en su rostro.
Ciria lloraba en silencio, para adentro, como se llora intensamente cuando una ya no tiene fuerzas y la pena es tan grande que mejor se traga porque no puede decirse.
Mara se aproximaba a Ciria cada vez más pero no lo sabía, no podía saberlo porque su mirada no alcanzaba para ver nada más que su pena.
Ciria sin saberlo, estaba esperando a Mara.
Cuando las dos chicas estaban frente a frente la brizna cesó de repente y un rayo de sol que se coló entre las nubes iluminó su encuentro, las dos chicas por un instante salieron de su letargo y levantaron la vista, lo único que vieron fueron sus rostros, Mara el de Ciria y Ciria el de Mara.
Sus lágrimas se fueron convertidas en mariposas de colores y los charcos volaron como golondrinas y una leve sonrisa se esbozo en sus rostros.
Se miraron sin medir el tiempo, diciéndose todo, pero todo con los ojos en un breve instante que pareció eterno. Sus rostros brillaban de alegría y sus cuerpos aligerados comenzaron a danzar juntos, casi flotaban al ritmo de una melodía plácida.
Se abrazaron pero se abrazaron condensando en ese abrazo todos aquellos que nunca se dieron, que nunca les dieron y se perdieron en sus miradas. No se querían soltar, no podían, porque la vida se les iba.
En su cabeza sólo retumbaba el eco de sus voces, de sus felices voces:
"... eres tú quien yo espero...
"Abrazadas, sobre un charco ensangrentado yacen dos cuerpos desnudos.
Es un caso extraño porque los rostros de las víctimas no reflejan el rigor mortis de dolor propio de los accidentados, sólo una leve sonrisa y sus rostros tranquilos, como si fueran ángeles del paraíso. Los dos cuerpos tomados de la mano y entre éstas una nota calcinada donde apenas puede leerse:
"...demasiado amor para un solo instante..."