J'attendrai dans le silence de la nuit que tu t'approches de mon côté et tu me chuchotes ton amour, parce que je t'aime.

Integración Andina

Primavera 2008
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En aquella tarde, sobre la puerta de una de las habitaciones del hotel Rubie en el centro del apocalíptico Buenos Aires se leía un cartelito: "No molestar".
Mali y Lica deseaban estar juntas un poquito más. Era la primera vez que lo estaban y sus corazones latían embellecidos como niñas coronando un sueño.
Sus noches se tornaban insoportablemente eternas al no tenerse y valoraban el segundo en que sus pieles enviciadas de ardor, transformaban sus realidades frías e inertes en cauces navegando en la vibración de sus vientres.

Se habían conocido hace unos años en un rojo teatro de Brasilia y entrecruzando miradas, la brisa de aquel lugar les transmitía mensajes mullidos de un amor distinto, febril.
Fue allí después de la aburrida función de aquella noche donde a escondidas intercambiaron sus direcciones de correo electrónico, en perpetuo silencio...

Todos los días Mali y Lica se comunicaban por medio de sus computadoras desde sus secos lugares y a través del viento sus cuerpos se marcaban en sus sudores, en sus perfumes que las hacía sentir tan cerca que hasta podían tocarse, olerse en sus enfrascadas axilas, volar en sus goces.
En sus conversaciones siempre Mali le preguntaba a Lica qué deberían hacer con este amor que las envolvía y que en la distancia las embriagaba aún más en sus deseos
¡Calla pequeña y bésame!
-le contestaba Lica por su monitor-
¡Calla y sigue besándome, amor, mientras tus dedos están aquí recorriéndome y mi alma, con vos!
¡Calla mi amor y bébeme en tus pechos mientras tus pezones tiemblan en los míos!
¡Calla dulce Mali que el amor, hoy así, nos pertenece!
No podían evitar sentir esas incontrolables ganas de tocarse.
Eran inocentes de cualquier culpa de amor. Se comían en sus calientes manos, en cada roce con sus imaginables entrepiernas y al dejarse se soñaban inevitablemente juntas.
Se confundían en sus liquídos alientos quedando abrazadas en sus noches eternas de soledades.
Al despedirse se intercambiaban disculpas como si se dejaran abandonadas, aclarando que nada disminuiría las ganas de tenerse, ni mucho menos.
Se deseaban y pensaban todo el tiempo.
Las despedidas duraban eternidades pacientes dibujando sus besos claros en la atmósfera que compartían.
Todo ese tiempo reposando sus palabras en sus intimidades ocultas, no les parecía suficiente. Su amor crecía impaciente en cada día, sus tristezas, también.
Desde sus casas se tomaban en sus labios haciendo como nudos irreversibles y se disolvían en gotas de salivas sobre sus lejanas camas amarillentas. Sus letras se fusionaban en infinitos inadvertidos, y desafiando soles imprudentes se lamían en brasas que esparcían por sus rosadas y dilatadas esperanzas repletas de laboriosas humedades.
Ilusivas, alimentaban en sus paredes bosquejos de verdes mares donde desnudas bañaban sus ilusiones y sus dedos finos introducidos en sus cualidades de mujer, eran parte del paisaje único.
Ese amor crecía y crecían esas ganas desconocidas que las tomaba y absorbían, que las quemaban y chupaban transformando todo en sudor, en lenguas en sus cinturas, en bocas en el vacío olvidado de sus nalgas, en cuellos abiertos a sus besos, todo se transformaba en ellas amándose.
Se veían como mariposas posadas en sus senos, mariposas de pieles suaves y ardientes, mariposas que sorbían el calor acumulado en esperas bebiendo de sus humores díscolos.
Se envolvían en sus savias y se revolcaban en ellas, se regalaban sus jugos y se sentían y se buscaban y se transformaban en rocío que embebían sus labios que se besaban y no dejaban nunca de besarse, a pesar de la distancia.
No analizaban, ni juzgaban, ni se entrometían en sus vidas fijas entumecidas, sólo se amaban.
Se imaginaban, siempre, juntas cocinando dulces típicos de sus regiones, rompiendo sus ropas, y desnudas endulzando sus cuerpos con sus frutos, recorrerlos en sus piernas, devorarse en sus mieles, penetrarse en sus ansias, en sus labios secos, regalarse sus muslos, sus tobillos, sus pies, sus dudas.
Se veían constantes en sus caras de placer. Habían creado un álbum mental para aprenderse cada milímetro de sus cuerpos y caminar por él evitando el olvido, sabiendo sus ternuras escondidas, bailar como niñas, celarse mojadas en sus ausencias, motivarse en el teclado reclutando el fuego de sus figuras etéreas, hundir sus rostros entre el fluido audaz de sus virginales inexperiencias, encasillar sus cobardías...

Por eso aquella tarde se leía ese cartelito de "No molestar" sobre la puerta de aquel hotel de Buenos Aires. Porque era su primera vez y quizás la única y ambas deberían regresar al otro día a sus países después de la ya tediosa y obligada asunción del nuevo presidente de aquella nación.
Las primeras damas volverían junto a sus presidenciables y distraídos esposos, a sus lugares llenos de protocolos y de amores vacíos y ausentes...